Autopublicados, Poesía

Cartografía de una herida

¡Hola! Hoy vengo con un poemario que a los más románticos os va a encantar. “¿Cuál fue la más grande locura que hiciste por amor?” Con esta pregunta, Masiel Gonzales abre Lágrimas de Cuenca, y desde el primer verso convierte la emoción en territorio. Su poemario no solo habla del desamor: lo convierte en paisaje, en una ciudad que respira y llueve al compás del corazón roto.

Cuenca, con sus ríos, tejados y lluvias persistentes, se erige como metáfora del alma: un lugar donde la belleza y la tristeza se confunden, donde el cielo se derrama sobre los tejados del recuerdo. Cada poema es una ventana abierta a esa topografía íntima, una cartografía del desgarro que el autor traza con una precisión que conmueve.

El poemario se estructura como un viaje en tres actos: la felicidad efímera, el caos de la pérdida y la lenta aceptación. En el primero, la voz poética celebra la plenitud de los comienzos, esa alegría luminosa que nace del descubrimiento del otro. Los versos fluyen con musicalidad y ternura; hay una cadencia que recuerda al rumor de la lluvia sobre los tejados.

Gonzales logra una atmósfera de plenitud contenida, como si la dicha supiera que no durará. Esa conciencia de lo efímero, ese presentimiento de la pérdida en medio de la felicidad, otorga a los primeros poemas una melancolía anticipada, una dulzura que se sabe pasajera. La naturaleza participa de ese estado: el río que acompaña los pasos de los amantes, las luces del atardecer sobre los tejados naranjas, la lluvia que cae como bendición. Todo parece vivo, cómplice, hasta que la misma lluvia empieza a doler.

El segundo acto es una caída, una tempestad interior donde la voz poética se quiebra. Si antes los versos eran claros y armoniosos, ahora son fragmentados, ásperos, casi viscerales. Gonzales escribe desde la herida, y su palabra se convierte en exorcismo. En poemas como Dehiscencias II, uno de mis favoritos, la rabia se desborda con una crudeza contenida: el amor se descompone y el lenguaje se abre en fisuras. Aquí el dolor no se enuncia, se encarna.

La sintaxis se fractura, el ritmo se acelera y se interrumpe; los silencios pesan tanto como las palabras. El poeta logra que la forma exprese la emoción, que el verso sea también una herida. Esta segunda parte es, sin duda, la más intensa del libro: un grito que no busca consuelo, sino comprensión. Hay ecos de la poesía confesional, pero sin victimismo: lo que hay es una autenticidad feroz, una entrega absoluta al proceso de decir lo indecible.

En el tercer acto llega la calma, una serenidad ganada a pulso. Tras la tormenta, los poemas respiran de nuevo. Ya no hay gritos ni desgarros, sino una contemplación que roza la sabiduría. El yo poético no se resigna, pero acepta. Mira el pasado sin rencor, como quien observa el cauce de un río que ya pasó. En esta etapa, Gonzales depura su lenguaje hasta dejarlo casi desnudo.

Los versos se vuelven breves, meditados, luminosos. Donde antes había exceso, ahora hay silencio; donde antes ardía el deseo, ahora queda una llama tranquila. “El último color de la tarde se llama confía”, escribe, y en ese verso se resume toda la transformación del libro: la confianza como residuo de la pérdida, la fe mínima que sobrevive al derrumbe. La poesía se vuelve entonces un lugar de reconciliación, una casa donde el dolor y la belleza pueden convivir sin anularse.

Uno de los aspectos más notables de Lágrimas de Cuenca es su lenguaje visual y musical. Masiel Gonzales escribe con imágenes que laten, que casi se pueden tocar: la lluvia sobre los adoquines, la voz que se disuelve en el viento, la ciudad que se convierte en espejo del alma. La presencia constante del agua (lluvia, río, lágrimas) construye una poética de la fluidez, de lo que no puede retenerse. El libro respira como un organismo líquido: todo se transforma, nada permanece. La ciudad de Cuenca, con su geografía reconocible, se convierte en un personaje más, en testigo y confidente. En ella el yo poético proyecta su amor y su pérdida, haciendo que el paisaje y el sentimiento se fundan hasta ser uno solo.

La apuesta estética del autor también es arriesgada: no se conforma con el verso escrito, sino que amplía la experiencia poética hacia lo sensorial. Cada poema está acompañado por un audio-vídeo que invita al lector a escuchar la voz del autor, a sentir la cadencia de las palabras. De esta forma, Lágrimas de Cuenca trasciende el papel y se convierte en una obra híbrida, entre la literatura y la performance. Esta integración del sonido y la imagen potencia la emoción y la hace más inmediata: el poema no solo se lee, se habita. En un tiempo donde la poesía busca reinventar sus modos de transmisión, la propuesta de Gonzales se siente necesaria, fresca y profundamente humana.

El estilo del autor se caracteriza por una sinceridad sin artificios. No hay ornamento excesivo ni complacencia formal; lo que prima es la emoción, la honestidad del verso que surge de una necesidad real. Su voz es íntima, pero no cerrada sobre sí misma: abre un espacio donde el lector puede reconocerse. Esa universalidad del sentimiento, lograda a través de imágenes concretas y cotidianas, es una de las mayores virtudes del libro. Hay en su escritura una conciencia de que la poesía no debe solo nombrar, sino acompañar; no solo describir, sino consolar.

En conjunto, Lágrimas de Cuenca es un poemario sobre la transformación. Es el retrato de alguien que ama, pierde y, a través de la palabra, vuelve a encontrarse. Masiel Gonzales convierte la experiencia del desamor en una cartografía emocional donde cada verso es una coordenada de la memoria. El dolor se vuelve materia estética, y el paisaje, un refugio. Hay una madurez poética en la manera en que el autor transita del exceso a la contención, del grito al susurro, del caos a la calma. Su poesía demuestra que incluso en la tristeza hay belleza, y que la escritura puede ser una forma de salvación.

Leer Lágrimas de Cuenca es acompañar a alguien en su descenso y su renacimiento. Es escuchar el rumor de la lluvia que cae sobre los tejados y entender que, aunque el amor se haya ido, algo permanece: la voz, la memoria, la palabra. Cuenca ya no es solo una ciudad, sino un estado del alma, un territorio donde el agua limpia y cicatriza.

Este poemario no busca deslumbrar, sino conmover; no pretende decirlo todo, sino dejar que el lector complete el eco. Y en ese eco, quizá, cada uno encuentre su propia lágrima, su propio mapa, su manera de seguir confiando cuando la tarde se apaga.

Hasta aquí mi reseña, espero que os haya gustado y me encantaría que os animaseis a leer este poemario. Podéis conseguirlo AQUÍ. Quiero dar la gracias a Masiel Gonzales por darme la oportunidad de reseñar su obra, por haber hecho un poemario tan honesto y por expresar con palabras lo que muchos sienten.

Yo me despido ya, nos leemos pronto.